Entradas de escritores consagrados importadas desde lasletrasylasangre.blogspot.com a partir del 18 de Febrero de 2013. En tanto mis delirios literarios seguirán allí.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Frases de ensueño: Sobre creer o no creer - de Máximo Gorki - Los bajos fondos (1902) (Obra teatral)


Un hombre puede creer o no creer, eso es cosa suya. Porque es su propia vida la que apuesta por la fe, la incredulidad, el amor y la inteligencia. Y no hay sobre la tierra otra verdad más grande para el espíritu humano que esta gloriosa y humilde condición. El hombre arriesga su propia vida cada vez que elige y eso lo hace libre.


viernes, 22 de marzo de 2013

Poemas de ensueño: No te salves - de Mario Benedetti


Este gran embajador de las letras uruguayas, -bellísimas letras uruguayas-, fue uno de mis primeros referentes literarios en los comienzos de mi amor por esa hermosa mujer sin rostro que es la poesía. Benedetti me mostró que no es necesario ni el barroquismo ni lo intrincado de una metáfora  o de la metonimia para transmitir la belleza. El poema que es motivo de esta entrada fue quizá el primero que le conocí a don Mario. Recuerdo que por aquellos años, fascinado por sus versos, lo memoricé en pocos minutos, y que lo recitaba en voz alta, como un loco, toda vez que podía... Y sí, la gente abandonada los bares... despavorida... 

¿Vale la pena arriesgarlo todo por lo que uno ama, don Mario?

Así me contestaba:


No te quedes inmóvil 
al borde del camino 
no congeles el júbilo 
no quieras con desgana 
no te salves ahora 
ni nunca 
no te salves 
no te llenes de calma 
no reserves del mundo 
sólo un rincón tranquilo 
no dejes caer los párpados 
pesados como juicios 
no te quedes sin labios 
no te duermas sin sueño 
no te pienses sin sangre 
no te juzgues sin tiempo 

pero si 
pese a todo 
no puedes evitarlo 
y congelas el júbilo 
y quieres con desgana 
y te salvas ahora 
y te llenas de calma 
y reservas del mundo 
sólo un rincón tranquilo 
y dejas caer los párpados 
pesados como juicios 
y te secas sin labios 
y te duermes sin sueño 
y te piensas sin sangre 
y te juzgas sin tiempo 
y te quedas inmóvil 
al borde del camino 
y te salvas 
entonces 
no te quedes conmigo.



                                      Mario Benedetti



domingo, 17 de marzo de 2013

Cuento: La noche boca arriba - de Julio Cortázar





Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
 le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.



Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

                                                                                                             Julio Cortázar

sábado, 9 de marzo de 2013

Poemas de ensueño: La destrucción - Charles Baudelaire - De "Las flores del mal"



I

A mi lado sin tregua el Demonio se agita;
En torno de mi flota como un aire impalpable;
Lo trago y noto cómo abrasa mis pulmones
De un deseo llenándolos culpable e infinito.

Toma, a veces, pues sabe de mi amor por el Arte,
De la más seductora mujer las apariencias,
y acudiendo a especiosos pretextos de adulón
Mis labios acostumbra a filtros depravados.

Lejos de la mirada de Dios así me lleva,
Jadeante y deshecho por la fatiga, al centro
De las hondas y solas planicies del Hastío,

Y arroja ante mis ojos, de confusión repletos,
Vestiduras manchadas y entreabiertas heridas,
¡Y el sangriento aparato que en la Destrucción vive!

                                                                                   
                                                                      Charles Baudelaire

sábado, 2 de marzo de 2013

Cuento: "La cabeza de mi padre" de Alberto Laiseca



¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente, no puedo entender nada, el personal directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises, sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que mejor padre no puede tener un hijo que el que yo tuve, era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios, por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero con justa razón:
 -¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
 Tenía razón papá, tenía toda la razón.
 -¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
 Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
 Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
 -¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
 Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá, decía:
 -¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
 Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
 Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
 Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le iba a tirar?
 Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
 -¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así me darías un nieto.
 La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba rezongando como siempre:
 -¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
 Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
 Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
  Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tol incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
 Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.