Entradas de escritores consagrados importadas desde lasletrasylasangre.blogspot.com a partir del 18 de Febrero de 2013. En tanto mis delirios literarios seguirán allí.

martes, 25 de diciembre de 2012

Párrafos de ensueño: fragmento de la novela "Vlad" de Carlos Fuentes


Desperté sobresaltado. Como sucede en los viajes, no supe dónde estaba. No reconocí la cama, la estancia. Y sólo al consultar mi reloj vi que marcaba las doce. ¿Del día, de la noche? Tampoco lo sabía. Las pesadas cortinas de bayeta cubrían las ventanas. Me levanté a correrlas con una terrible jaqueca. Me enfrenté a un muro de ladrillos. Volví en mí. Estaba en casa del conde Vlad. Todas las ventanas habían sido condenadas.
Nunca se sabía si era noche o día dentro de la casa. Yo seguía vestido como a la hora de esa maldita cena. ¿Qué había sucedido? El conde y su criado me drogaron. ¿O fue la mujer invisible? Asunción nunca vino a buscarme, como lo ofreció. Magdalena seguiría en casa de los Alcayaga. No, si eran las doce del día, estaría en la escuela. Hoy no era feriado. Había pasado la fiesta de la Asunción de la Virgen. Las dos niñas, Magdalena y Chepina, estarían juntas en la escuela, seguras. Mi cabeza era un remolino y la abundancia de coladeras en la casa del conde me hacía sentir como un cuerpo líquido que se va, que se pierde, se vierte en la barranca... La barranca. A veces una sola palabra, una sola, nos da una clave, nos devuelve la razón, nos mueve a actuar. Y yo necesitaba, más que nada, razonar y hacer, no pensar cómo llegué a la absurda e inexplicable situación en la que me hallaba, sino salir de ella cuanto antes y con la seguridad de que, salvándome, comprendería. Estaba vestido, digo, como la noche anterior. Supe que aquella era “la noche anterior” y este “el día siguiente” en el momento en que me acaricié el mentón y las mejillas con un gesto natural e involuntario y sentí la barba crecida, veinticuatro horas sin rasurarme... Pasé mis manos impacientes por los pantalones y el saco arrugados, la camisa maloliente, mi pelo despeinado. Me arreglé inútilmente el nudo de la corbata, todo esto mientras salía de la recámara a la planta alta de la casa e iba abriendo una tras otra las puertas de los dormitorios, mirando el orden perfecto de cada recámara, los lechos perfectamente tendidos, ninguna huella de que alguien hubiese pasado la noche allí. A menos, razoné, y di gracias de que mi lógica perdida regresara de su largo exilio nocturno, a menos de que todos hubiesen salido a la calle y el hacendoso Borgo hubiese arreglado las camas... Una recámara retuvo mi atención. Me atrajo a ella una melodía lejana. La reconocí. Era la tonada infantil francesa Frère Jacques. Frère Jacques, dormez-vous? Sonne la matine. Ding-dang-dong. Entré y me acerqué al buró. Una cajita de música emitía la cancioncilla y una pastorcilla con báculo en la mano y un borrego al lado giraba en redondo, vestida a la usanza del siglo XVIII. Aquí todo era color de rosa. Las cortinas, los respaldos de las sillas, el camisón tendido cuidadosamente junto a la almohada. Un breve camisón de niña con listones en los bordes de la falda. Unas pantuflas rosa también. Ningún espejo. Un cuarto perfecto pero deshabitado. Un cuarto que esperaba a alguien. Sólo faltaba una cosa. Aquí tampoco había flores. Y súbitamente me di cuenta. Había media docena de muñecas reclinadas contra las almohadas. Todas rubias y vestidas de rosa. Pero todas sin piernas. Salí sin admitir pensamiento alguno y entré a la habitación del conde. Las pelucas seguían allí, en sus estantes, como advertencia de una guillotina macabra. El baño estaba seco. La cama, virgen. Bajé por la escalera a salones silenciosos. Había un ligero olor mohoso. Seguí por el comedor perfectamente aseado. Entré a una cocina desordenada, apestosa, nublada por los humos de entrañas regadas a lo ancho y largo del piso y el despojo de un animal inmenso, indescriptible, desconocido para mí, abierto de par en par sobre la mesa de losetas. Decapitado. La sangre de la bestia corría aún hacia las coladeras de la cocina. Me cubrí la boca y la nariz, horrorizado. No deseaba que un solo miasma de esta carnicería entrase a mi cuerpo. Me fui dando pequeños pasos, de espaldas, como si temiera que el animal resucitase para atacarme, hasta una especie de cortina de cuero que se venció al apoyarme contra ella. La aparté. Era la entrada a un túnel. Recordé la insistencia de Vlad en tener un pasaje que conectara la casa con la barranca. Yo ya no me podía detener. Tenté con las manos la anchura entre las paredes. Procedí con cautela extrema, inseguro de lo que hacía, buscando en vano la salida, la luz salvadora, dejándome guiar por el subconsciente que me impelía a explorar cada rincón de la mansión de Vlad. No había luz. Eché mano de mi briquet. Lo encendí y vi lo que temía, lo que debí sospechar. El horror concentrado. La cápsula misma del misterio. Féretro tras féretro, al menos una docena de cajas mortuorias hacían fila a lo largo del túnel. El impulso de dar la espalda a la escena y correr fuera del lugar era muy poderoso, pero más fuerte fue mi voluntad de saber, mi necia y detestable curiosidad, mi deformación de investigador legal, el desprecio de mí mismo al abrir féretro tras féretro sin encontrar nada más que tierra dentro de cada uno, hasta abrir el cajón donde yacía mi cliente, el conde Vlad Radu, tendido en perfecta paz, vestido con su suéter, sus pantalones y sus mocasines negros, con las manos de uñas vidriosas cruzadas sobre el pecho y la cabeza sin pelo, recostada sobre una almohadilla de seda roja, como rojo era el acolchado de la caja. Lo miré intensamente, incapaz de despertarlo y pedirle explicaciones, paralizado por el horror de este encuentro, hipnotizado por los detalles que ahora descubría, teniendo a Vlad delante de mí, postrado, a mi merced, pero ignorante, al cabo, de los actos que yo podría cometer, sometido, como lo estaba, a la leyenda del vampiro, a los remedios propalados por la superstición y la ciencia, indisolublemente unidas en este caso. El collar de ajos, la cruz, la estaca... El intenso frío del túnel me arrancaba vahos de la boca abierta pero me aclaraba la mente, me hacía atento a los detalles. Las orejas de Vlad. Demasiado pequeñas, rodeadas de cicatrices, que yo atribuí a sucesivas cirugías faciales, habían crecido de la noche a la mañana. Pugnaban, ante mi propia mirada, por desplegarse como siniestras alas de murciélago. ¿Qué hacía este ser maldito, recortarse las orejas cada atardecer antes de salir al mundo, disfrazar su mimesis en quiróptero nocturno? Una peste insoportable surgía de los rincones del féretro de Vlad. Allí se acumulaba la murcielaguina, la mierda del vampiro... Un goteo hediondo cayó sobre mi cabeza. Levanté la mirada. Los murciélagos colgaban cabeza abajo, agarrados a la piedra del túnel por las uñas. La mierda del vampiro. Las orejas del conde Vlad. La falange de ratas ciegas colgando sobre mi cabeza. ¿Qué importancia tenían al lado del detalle más siniestro? Los ojos de Vlad. Los ojos de Vlad sin las eternas gafas oscuras. Dos cuencas vacías. Dos ojos sin ojos. Dos lagunas de orillas encarnadas y profundidades de sangre negra. Allí mismo supe que Vlad no tenía ojos. Sus anteojos negros eran sus verdaderos ojos. Le permitían ver. No sé qué me movió más cuando cerré con velocidad la tapa del féretro donde dormía el conde Vlad. No sé si fue el horror mismo. No sé si fue la sorpresa, la ausencia de instrumentos para destruirlo en el acto, mis amenazadas manos vacías. Sí sé. Sé que fue la preocupación por mi mujer Asunción, por mi hija Magdalena. La sospecha que se imponía, por más que la rechazase la lógica normal, de que algo podía unir el destino de Vlad al de mi familia y que si ello era así, yo no tenía derecho a tocar nada, a perturbar la paz mortal del monstruo. Intenté recuperar el ritmo normal de mi respiración. Mi corazón palpitaba de miedo. Pero al respirar, me di cuenta del olor de esta catacumba fabricada para el conde Vlad. No era un olor conocido. En vano traté de asociarlo a los aromas que yo conocía. Esta emanación que permeaba el túnel no sólo era distinta a cualquier aroma por mí aspirado. No sólo era diferente. Era un tufo que venía de otra parte. De un lugar muy lejano.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Párrafos de ensueño: fragmento de la novela "Manhattan Transfer" de John Dos Passos


El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los depósitos de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. La noche comprime los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Frases de ensueño: Sobre el sentido de la literatura (Abelardo Castillo)

¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe.

lunes, 2 de abril de 2012

Frases de ensueño: Sobre la rebeldía y la libertad (Albert Camus)



No hay por qué quitarse la vida sino vivirla con rebeldía (...)
Esta rebelión da valor a la vida. Extendida a lo largo de toda una existencia, le restituye su grandeza. No hay espectáculo más hermoso para un hombre sin anteojeras que el de la inteligencia enfrentada a una realidad que la supera.

jueves, 26 de enero de 2012

Párrafos de ensueño: Informe sobre ciegos - Novela: Sobre Héroes y tumbas - Ernesto Sábato


¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intesísismo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?

Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la incosciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza de Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía bastante abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, alguno de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que vende allí baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo si no que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.
Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido.
Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo.
Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas consecuencias.
Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaiones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centerares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficiente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.
Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralearse más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.
Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.
Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.